viernes, 31 de diciembre de 2010

178.

Te lo cuenta Maquiavelo en su correspondencia. Sucedía durante aquel exilio al que se vio forzado por los gobernantes de su amada Florencia como represalia por haber colaborado con un intento de crear una democracia ciudadana. Estaba disgustado, dirías que casi deprimido, por verse alejado de sus afanes políticos después de tanto tiempo ejerciendo como embajador, como secretario, como pensador. Te lo cuenta y te emociona. Te dice que cada tarde, tras regresar del campo, de sus posesiones, donde ejercía las tareas de señor, entraba en su casa y se cambiaba de ropa. Las que imaginas serían las toscas vestimentas de labor eran sustituidas por vestidos elegantes. Lo dice él mismo: se vestía de forma digna, acorde con la función que iba a ejercer seguidamente. Y se embarcaba en la aventura de leer a los antiguos hasta bien entrada la noche. Te lo cuenta, como se lo cuenta a su destinatario, con fruición y te sabes que esos instantes eran los que justificaban su vida. Y de alguna manera percibes que también aporta una pizca de justificación a la tuya y a la de miles de otras vidas, que son capaces de encontrar entre las páginas de los libros viejos el combustible que anima los engranajes de la existencia. Siglos más tarde, Montesquieu reconocerá que no hubo en su vida amargura que no curase una hora de lectura. Para ti, leer es un alimento, pero lo que realmente te hace sentir como Maquiavelo o como Montesquieu, lo que añade más materia a esa pizca de justificación que decías antes, es esa media hora sentado en tu banqueta, aunque tus intenciones sean infructuosas las más de las veces.

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